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FALSO ESOTERISMO

De LABERINTOS

Falso Esoterismo


La primera condición de un espacio sagrado es, por consiguiente, su estricto contorno, su límite calculado, o lo que es lo mismo: su muralla, su muro. Lo divino ha de ser protegido, preservado, custodiado (encarcelado) con estricta precisión. Por establecer otra definición, el muro delimita el fragmento concreto de espacio (y tiempo) capaz de albergar un ente espiritual (genio del lugar) y preservarlo del resto del mundo. Dentro del recinto sagrado, impenetrable o de difícil acceso, toda experiencia adquiere un carácter esotérico, es decir, reservado exclusivamente a aquellos privilegiados capaces de traspasar el muro, primer símbolo laberíntico. En contraposición, las experiencias externas al muro serán exotéricas. Conviene reflexionar sobre la diferencia. Para que una vivencia, en la forma que adopte (revelación, estudio, meditación, aprendizaje, etc.), sea realmente esotérica precisa, en primer lugar, de un espacio segregado-sagrado en virtud de un límite. Luego no puede ser esotérico algo que no presenta barreras, que está indiscriminadamente al alcance de cualquiera. No puede ser esotérico un libro que descansa en la estantería de cualquier librería o en la tienda de la esquina, del mismo modo que no puede ser esotérica ninguna página web, revista o periódico del mundo accesible con el mero requisito de encender un ordenador. Volvemos a una reflexión conocida: puede que todas esas ofertas hablen de asuntos esotéricos, pero no son esotéricas. Todo lo que es accesible sin ningún tipo de condición es exotérico, con «x».


La palabra «esotérico» sigue causando estragos en nuestros días y muchos la asocian erróneamente con magia, fenómenos paranormales, conocimientos enigmáticos y ciencias ocultas. Y cuanto más oscuro, más espiritista y más sobrenatural, más «esotérico» nos quieren vender el asunto en cuestión. Pero se trata, con toda seguridad, de un falso esoterismo que nos invade desde hace ya demasiados años y que suele venir bien aderezado con conceptos adulterados de religiones orientales. Por algún motivo, nos han convencido de que las tradiciones orientales acreditan con su exotismo el peso de una sabiduría arcana y milenaria. ¡Como si no hubiera habido tradición y conocimiento en Occidente! En general, este esoterismo de mentira no propone más que prácticas inconsistentes con las que llenar inútilmente el terrible hueco espiritual que ha dejado en nuestras tierras la natural desestructuración de una religión tradicionalista, mal enseñada.


Curiosamente, los adoradores del esoterismo artificial son los detractores más exacerbados de las instituciones católicas y sufren visiblemente de un rencor anticlerical patológico que, en el fondo, delata la invalidez de su supuesta alternativa espiritual. El doloroso recuerdo, por parte de varias generaciones, de una educación represora vinculada a la Iglesia es determinante en el conflicto. Por otro lado, muchos de los que hoy abrazan el esperpéntico esoterismo fueron en su día buenos jóvenes parroquianos de guitarra y convivencia pastoral. En realidad, siguen necesitando una religiosidad fanática. Y entre unos y otros crece sin tasa el número de los que ni sienten ni padecen y hace mucho que han renunciado a una concepción trascendente de la vida. La orfandad espiritual generalizada es un hecho indiscutible en nuestro primer mundo y, una vez más, ante el gran abismo de un vacío espiritual, Occidente, hedonista y ocioso, enfermo de tibia apostasía y soberbio ateísmo, mira con desesperación a Oriente para beber de su siempre fiable relación con lo místico. No es nuevo: ocurrió en el siglo VI a. C., y en el Imperio romano. Ocurrió cuando las cruzadas, los templarios y las órdenes mendicantes. Lo malo es que Oriente, a día de hoy, y por ese fenómeno globalizador que propician los medios de comunicación, a base de imitar en todo a lo peor de Occidente, se ha convertido en una caricatura de sí mismo en cuanto a misticismo se refiere. Y esa caricatura, elevada hoy a rentable negocio, es la que consumimos los frívolos occidentalitos para redención de nuestra conciencia capitalista y entretenimiento chic con tintes de crecimiento personal.


La cosa raya en lo grotesco. Queda fenomenal, viviendo en América o en plena meseta ibérica, decirse budista, sufí, o irse a hacer retiros espirituales a un ashram de la India. La imagen social, y en ocasiones la íntima, adquiere entonces una plusvalía, una nueva dimensión que acredita que la persona en cuestión tiene inquietudes espirituales. ¡Como si el camino espiritual no fuera esencia de todo ser humano! ¡Y como si los campos de Castilla no hubieran parido místicos! Pero no: hay que ir a la India, o al Tíbet, o a China, ahora tan de moda. La fiebre de la histriónica New Age y sus degenerados sucedáneos han sido importantes responsables del despropósito. Han alimentado la peligrosísima moda esotérica, indocumentada y hortera, acerca de materias trascendentes, que ha monopolizado y pervertido importantes ramas de conocimiento, para perjuicio de los verdaderos maestros, los auténticos sabios y los guardianes del valiosísimo esoterismo real. Buen ejemplo de este malentendido crónico nos lo muestra la mal llamada medicina natural o alternativa (que es la más tradicional de todas). Vivimos en el boom de la medicina para mentes «esotéricas» y ya todos hablamos de chakras, auras y flores de Bach con insultante naturalidad de sobremesa. Pero ¿sabemos realmente en qué consisten esos conceptos y tratamientos?


Afloran las terapias extravagantes y los sanadores frikis con teorías rocambolescas sobre el funcionamiento del cuerpo humano. ¿Dónde quedaron los benditos curanderos de toda la vida que jamás explicaban en qué consistían sus artes? El resultado es la burla y rechazo de los más escépticos, que desprecian con acritud a los charlatanes y se afianzan en su recalcitrante tradicionalismo. Los gurús (de adeptos sospechosamente burgueses) se reafirman ante los conservadores como románticos incomprendidos en su posición marginal, siempre y cuando les siga saliendo rentable. La ciencia es para ellos perniciosa: ¡viva la magia! Los adictos a la química farmacéutica de receta institucional se indignan reforzando su fe en los análisis, las ecografías, los TAC y la todopoderosa cirugía: ¡viva la medicina científico-tecnológica! El patético tira y afloja no tiene solución. En el fondo, son todos los mismos extremistas que están sembrando un mal campo de acción para los poquísimos que, de verdad, son conocedores de las grandes sabidurías esotéricas.


Es preciso rescatar de esta absurda guerra el concepto real de esoterismo. A decir verdad, lo esotérico solo tiene que ver con lo reservado. La enseñanza esotérica es la que se establece como consecuencia de un entrenamiento previo que demuestra una aptitud global de la persona. Nada más. De este modo, los únicos que alcanzan esta aptitud son los que pueden recibir la información reservada. De lo contrario, esa información será inútil (si la aptitud es intelectual, meramente racional) o incluso peligrosa. Para adquirir esa información tiene que haber un filtro, un muro.


Pongamos una metáfora: un niño que apenas sabe multiplicar no está preparado para cursar una asignatura de cálculo diferencial o álgebra lineal de primer curso de ingeniería. Estas disciplinas son para el niño «prohibidas». El muro, en este caso, es la falta de conocimientos y la carencia de madurez intelectual para poder asimilar la información que configura el programa de esas asignaturas. ¿Son el cálculo y el álgebra disciplinas mágicas, paranormales y ocultas? No, son difíciles, sin duda, pero rigurosamente racionales y alcanzables. Los que alcancen un nivel satisfactorio de matemáticas, podrán acceder a las mismas. Serán los «iniciados», que disfrutarán de la información reservada. ¿Qué ocurre si le damos esa información al niño de quinto de primaria?: en este caso, nada de nada, más que desinterés, aburrimiento y seguramente rechazo por esas disciplinas.


Ahora intentemos enriquecer la mirada y utilizar un prisma más amplio: el ser humano no se compone solo de intelecto. También es emoción, sentimiento, intuición, espíritu… ¿Y si a las aptitudes intelectuales necesarias para resolver ecuaciones diferenciales les añadiéramos aptitudes emocionales o éticas? ¿Y si además de saber matemáticas hubiera que ser, por ejemplo, una persona equilibrada, prudente y atenta con los demás para dominar esos conocimientos? ¿Y si hubiera que tener ciertos ideales, valores, principios? Entonces esas disciplinas continuarían siendo prohibidas, pero de un modo más pleno, más en consonancia con la naturaleza profunda del iniciado. Serían en toda regla esotéricas. «Protegedme de la sabiduría que no llora, de la filosofía que no ríe», dice Gandhi.

A la luz de lo expuesto, si en el mundo en el que vivimos se hubiera contemplado un verdadero esoterismo, los ingenieros genéticos, por ejemplo, serían no solo bellísimas personas, sino también auténticos místicos de la ciencia, ascetas de la tecnología, amantes desmedidos de la naturaleza y del ser humano, almas inquietas e iluminadas en consonancia con los complejísimos secretos naturales que manejan; secretos todos ellos de consecuencias espeluznantes si no son manejados desde la debida calidad humana. Y así, los grandes economistas serían justos, los artistas libres y los políticos simplemente honrados y trabajadores. En todos ellos residen altísimas responsabilidades porque manejan información privilegiada que afecta muy directamente a todo el colectivo de humanos que habitamos la Tierra. ¿Cómo separar sus cualidades intelectuales de las morales, éticas, espirituales? ¿No es evidente que unas sin otras carecen de validez real? La aptitud intelectual ha de estar unida a la aptitud global como ser humano.


Esa es la clave de la iniciación esotérica. Los antiguos no podían entenderlo de otro modo. Lo llamaban virtud. El hombre virtuoso era el que reunía todas las excelencias, equilibradas, armonizadas, equidistantes: sabio, justo, bueno, fuerte, sano… En una palabra: el héroe. Minos no fue virtuoso. Dédalo tampoco. Por eso ninguno de los dos fue héroe.


El símbolo del muro sabe bien de lo que hablamos. Él no te mira con otros ojos que no sean los de la verdad. De hecho, el muro actúa en parte como espejo parcial de un bloqueo propio: la barrera que te detiene, que te impide el paso, eres tú. Esa es la mayor belleza de este símbolo.


Cuenta la leyenda que, cada nueve años, el rey Minos se encontraba con su padre, el divino Zeus, en la oscuridad de la misma legendaria cueva que había visto nacer al dios. Allí, como Adán en el jardín del Edén, el hombre y el dios departían amistosamente en misterioso y esotérico encuentro. Nadie más que Minos tenía acceso a la epifanía. Evaluados los nueve años de reinado, Zeus entregaba a su hijo las leyes con las que gobernar a su pueblo el siguiente periodo. Imposible ahora no evocar a Moisés en el Sinaí y su esotérica iniciación como legislador de un pueblo errante. Curiosamente, eran también periodos de nueve años los que distanciaban los tributos sacrificios de los catorce jóvenes atenienses. El número nueve es símbolo de final de proceso. Su idea nos invita a concluir, a cerrar, a completar, a poner cota en aras de una realidad superior y nueva. El nueve es la cifra del límite y del extremo que anuncia la plenitud del perfecto diez. Pitágoras lo llamaba «el alfa y el omega». Nueve son las jerarquías celestiales que completan el mundo espiritual y llevan al dios, según el Areopagita, y nueve los componentes de la sagrada «enéada» egipcia, que precede al gran Horus, en la cosmogonía de Heliópolis. El nueve es el número del camino esotérico.


Minos es quien marca el principio y el final de la dramática historia del laberinto. El muro, su símbolo, es quien anuncia la imposibilidad de un camino que ya no conduce a ninguna parte. La necesidad de transformar se impone. Del otro lado de la pared está el templo en el que se operará la gran transformación. Comienza la siempre esotérica vía de la transmutación. Quien no se estrella contra su propio muro jamás conocerá la posibilidad de una nueva vida.


«Yo soy la puerta: Aquel que entra a través de mí será salvado…». JUAN 10, 9.


por Jaime Buhigas

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